"Nunca expuso una sola razón. Las últimas noches, después de pasear por el puerto o al volver de un concierto, se mostraba más reservado que de costumbre. Se sentaba en un banco del paseo, y callado, clavaba la mirada en el ir y venir aleatoriamente coreografiado del casco antiguo. Mientras que un par de meses atrás viendo una película me hubiera dejado quedarme dormido sobre su brazo, ahora me apartaba la mano, rehuía de forma casi imperceptible pero instantánea, en lo que pretendía ser una concesión a la comodidad pero que se traducía en un ademán descarado más que en una pequeña licencia.
Yo había resuelto desde un principio y de forma obstinada renunciar a creer que todo podía ver su curso alterado. Deseaba muchas cosas con enérgica vehemencia, aún sabiendo que un deseo tan violento era difícil de dirigir, y pensaba que tan sólo con la fuerza con la que deseaba podría prever cada movimiento y anticiparme a los traspiés que, cabría suponer, tendríamos. Y los tuvimos. Podría intentar referir los cambios uno a uno, cómo se construyó el desastre, pero lo cierto es que me vi abocado a él desprovisto de cualquier gradualidad. Fue rápido, un accidente. Sin apenas darme cuenta, con las mismas manos con las que había tendido puentes, encontró la manera de edificar la distancia. No se despidió. Jamás lo hizo, porque no se fue: me obligó a irme. A irme de donde él estaba."
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